domingo, 4 de noviembre de 2012

VACACIONES JUNTO AL TÍBER



A William Wyler, artífice de Vacaciones en Roma, la crítica de su tiempo le tildó insistentemente –no sin cierto matiz desdeñoso– de artesano eficaz y aplicado. Wyler era uno de esos directores formados en el sistema de los grandes estudios, cuya capacidad para sacar a flote proyectos ambiciosos, de alto presupuesto y, al tiempo, completamente dispares entre sí, le granjeó muy pronto el respeto de los mandamases de aquel entramado, del que hoy apenas quedan algunos rescoldos. Sin embargo, su obra no mereció nunca el aprecio –antes bien al contrario– de los redactores de Cahiers du Cinema, el catecismo de los cinéfilos de pro.

   Autores más recientes se han ocupado en extenso de la figura de Wyler para reivindicar su nombre como el de uno de los más grandes cineastas americanos. Buena parte de sus virtudes se contienen en ese hermoso film que es Vacaciones en Roma, un título cuya esencia mantiene intactas –seis décadas más tarde– su frescura y vitalidad. Quienes deseen corroborarlo pueden acudir a la flamante copia editada no ha mucho en formato digital por Paramount.

   La princesa Ana –que tiene las facciones dulces de una Audrey Hepburn por entonces casi inédita– es la heredera al trono de un país ficticio, cuyo rancio abolengo la convierte en objetivo inapreciable para los cazadores de exclusivas (lo que hoy se conoce, no sin generosidad, como prensa del corazón). Los rigores del protocolo y los fastos reales tienen hastiada a esta criatura deliciosa; hasta el punto de que, en un arrebato, decide romper con todo y evadirse por unas horas deambulando de incógnito por las calles y plazas de la ciudad Eterna. En su baño de normalidad se topará con Joe, un periodista yanqui que la paseará en Vespa, le mostrará la Fontana de Trevi y conquistará su corazón como sólo podría hacerlo ese galán honesto que es/era Gregory Peck.

  Resulta admirable la facilidad de Wyler para hacernos comulgar con ruedas de molino; esto es, para embelesarnos con una trama que era ya, hace medio siglo, convencional y previsible. El mérito, naturalmente, no es sólo suyo: además de actores como los citados –la Hepburn, pura porcelana, conquistó con justicia el Oscar– es obligado subrayar las excelencias de un guión que firman Ian McLellan Hunter y John Dighton, pero en cuya gestación participó asimismo el gran Dalton Trumbo, una de las víctimas más señeras de la malhadada caza de brujas alentada por el senador McCarthy.

   Hay un momento memorable –entre otros tantos– para quienes han visto la película: el de la “boca de la verdad”. El reportero cuenta a la princesa que quienes introducen la mano en su interior y dicen una mentira la perderán. Peck fue siempre más adusto que bromista, de modo que resultaba fácil creerle. Mas, en esta ocasión, afloró su vena burlona: hizo algo que Audrey no esperaba. Al retirar la mano de la boca de piedra, la recogió subrepticiamente en su manga, simulando que el maleficio se había cumplido. El gesto de horrorizado estupor de la protagonista no es fruto de sus dotes como actriz –con ser muchas– sino un acto reflejo, inmortalizado en celuloide.


   Esta Cenicienta a la inversa trae a la mente títulos más cercanos en el tiempo.Pretty Woman, sin ir más lejos. Y las comparaciones, en efecto, son odiosas. Ahí se puede advertir con toda nitidez la evolución –o involución– del cine americano. Donde primaban la sutileza y fluidez narrativas se alza ahora un espeso muro de tosquedad. Y la de Garry Marshall no es una de las peores comedias de los últimos lustros...   

   Wyler, que era sobrino del fundador de los estudios Universal, el alemán Carl Laemmle, se inició en el oficio como publicista y, poco después, como ayudante de dirección. Su filmografía es un rosario de títulos legendarios: adaptaciones literarias como La loba, Cumbres borrascosas o La heredera; melodramas con la Segunda Guerra Mundial como punto de partida (La señora Miniver o la estupenda Los mejores años de nuestra vida); grandes producciones de corte bíblico (Ben-Hur); westerns de grueso calado, caso de La gran prueba y Horizontes de grandeza; musicales a mayor gloria de una estrella (la Barbra Streisand de Funny Girl); e incluso, ya en las postrimerías de su carrera, algún experimento audaz y afortunado (El coleccionista).

   Sin embargo, de entre todos esos filmes muy notables, y alguno hasta sobresaliente, me quedaría tal vez con la levedad lozana y despreocupada de Vacaciones en Roma. Verla hoy es asistir a un instante mágico en la historia del cine.

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