lunes, 4 de enero de 2010

AVATAR

Me congratulo de que Avatar arrastre masas de espectadores a las salas. Lo contrario, siendo un cinéfilo incurable, sería un dislate. Pero personalmente no encuentro en el nuevo hit de Cameron demasiados motivos de disfrute. Aprecio el arranque, los primeros cuarenta o cuarenta y cinco minutos, pletóricos de tensión y de algo de lo que carece el resto de la cinta: concisión, claridad expositiva. La presentación de ese ex marine confinado a una silla de ruedas y a quien proponen una misión un tanto peculiar me atrapa en la butaca; hay un instante espléndido cuando el avatar recién nacido se escabulle aparatosamente de la vigilancia de los científicos para explorar las inauditas posibilidades de su flamante condición física, ya libre de las limitaciones del ser primigenio.

De igual modo, la llegada a Pandora concita el magnetismo necesario, y la primera noche del intruso en una jungla opaca y hostil mantiene el nivel; pero a partir de ahí la trama del film se diluye en una torpe mezcolanza de -ya se ha dicho- Bailando con lobos y Pocahontas, con insertos de un ecologismo primario y un tanto pueril. El villano es tan tópico como maniqueo (lo que ya ocurría en Titanic, con un infumable Billy Zane corriendo como un poseso tras la Winslet en pleno naufragio), y la parafernalia bélica del desenlace se dilata hasta la saturación y el hartazgo.

Con Avatar se confirma cuanto pensábamos de James Cameron. Se trata de un buen, incluso notable director, y un mediocre guionista. Creo que yerran -y mucho- quienes le comparan con gigantes como Kubrick o Spielberg. Parece que eso de alejarse del mundanal ruido durante una década es sinónimo para algunos de ser un genio, o algo parecido. En la obra de Cameron la técnica -o para ser más precisos, la tecnología- cobra tal grado de protagonismo que la historia, los personajes, pasan a un segundo plano y se ven anegados por una mole informe de efectos especiales. La fascinación que desprenden las imágenes, elaboradas hasta el extremo, equivale a un castillo de fuegos artificiales detrás del cual sólo queda el olor a pólvora quemada. Y más bien poco cine.