sábado, 13 de octubre de 2007

EL VEREDICTO


Si en nuestra anterior entrada en este blog hacíamos referencia a El castañazo como una de las grandes creaciones de Paul Newman, parece obligado detenerse un momento en la que tal vez sea de entre todas su cota más alta y una de las joyas del cine americano de la segunda mitad del siglo: Veredicto final.

El título en castellano es más ampuloso y grandilocuente que el original: The Veredict. Newman es aquí Frank Galvin, un abogado que apuntaba muy alto, al que su inusual honestidad y su exceso de escrúpulos han convertido en un residuo del sistema: un individuo derrotado, sumido en el alcohol, que, de repente, y enfrentado a un caso de negligencia médica, experimenta una suerte de revelación mística.

Asistimos a partir de ese instante a las argucias y enjuagues del entramado judicial, el mismo al que se supone destinado a impartir justicia en pro de la colectividad; y asistimos sobre todo al proceso de redención de un ser humano, interpretado por Newman con tal convicción y sinceridad que cuesta entender cómo pudo un mimético pero superficial Ben Kingsley arrebatarle el Oscar al Mejor Actor de aquel año gracias a Gandhi (aunque la competencia tampoco era manca; coincidieron en esa cosecha el Dustin Hoffman de Tootsie y el Jack Lemmon de Missing).

El film se sustenta en un guión sobrio, preciso, de David Mamet, el dramaturgo que firmó también los diálogos incisivos y letales de Glengarry Glenn Ross; y tras la cámara está Sidney Lumet, el artífice de Doce hombres sin piedad, Serpico o Tarde de perros, entre otros. Una mirada al plantel de secundarios nos descubre a un soberbio James Mason, que compone un leguleyo tan prestigioso como ladino y amoral; y está también la bonhomía inefable de Jack Warden, como el amigo leal del protagonista.

Veredicto final (o The Veredict) es una de esas películas en las que nada resulta gratuito y en las que, a pesar de la aparente parsimonia de la narración, cada plano y cada línea de diálogo están repletos de información. Dicho de otro modo: no dejan de ocurrir cosas. El resultado es un clásico incontestable que a este cinéfilo le encanta revisar una y otra vez, si bien nada es comparable a la emoción del primer encuentro.