martes, 28 de diciembre de 2010

EL SUEÑO DEL CELTA


Tras la muy merecida aunque tardía concesión del Premio Nobel de Literatura, se aguardaba con lógica expectación la nueva obra de Mario Vargas Llosa. El sueño del celta, ciertamente, no malversará las expectativas de sus numerosos fieles (entre los que me cuento), si bien se encuentra distante de títulos como La fiesta del chivo o Conversación en la catedral, por citar tan sólo dos de los hitos más señeros de entre su soberbia trayectoria novelística.

  La trama en que se sustenta su flamante entrega reúne todas las cualidades de lo que se ha dado en calificar como bigger than life. Esto es, nos adentramos en los vericuetos de una historia real que mueve al asombro, cuya verosimilitud resultaría paradójicamente discutida en un ámbito de pura ficción, tal es el grado de asombrosas peripecias y vicisitudes que en ella se dan cita. Pero absolutamente real es la figura de Roger Casement, quien desarrolló una intensa actividad con la intención de denunciar las tropelías y desafueros de las autoridades belgas en el Congo, una vez dicho territorio fuera incorporado por el monarca Leopoldo II a su corona, so pretexto de expandir la civilización entre los aborígenes. Como heraldo del gobierno británico, Casement recorrió ampliamente la zona y recogió numerosos datos que le servirían de base para la elaboración de un documento que, tras ser divulgado, provocaría una honda conmoción en la sociedad de la época.

  Pero la compleja personalidad de Casement no se agotaría en la denuncia de las lacras de un colonialismo destinado a explotar sin miramientos los recursos naturales autóctonos. Tras su periplo por la Amazonía peruana durante la llamada “fiebre del caucho”, recalaría en la causa del nacionalismo irlandés, con vinculación al Sinn Féin, lo que habría de acarrearle las represalias e inquina del gobierno inglés. Los pormenores de su vida íntima y su atormentada sexualidad saltarían intencionadamente a la palestra de la opinión pública, con el consiguiente escarnio. Vargas Llosa hace arrancar su novela en el instante en que Casement se encuentra encarcelado por traición a la Corona Británica, y a partir de ahí se remonta a los orígenes del personaje, en una novela caudalosa y extremadamente densa.

  Como ya ha sido dicho, estamos ante una vida cargada de incidencias y pasajes poco usuales. El lector se mostrará irremediablemente fascinado por la misma. Uno encuentra similitudes en la trayectoria de Casement con la de otro personaje histórico, Thomas Edward Lawrence –el celebérrimo Lawrence de Arabia– con el que comparte entre otros cierto mesianismo y una personalidad prolija y angustiada. También como él, Casement albergará en un determinado momento el temor lacerante de estar sirviendo a lo que más aborrece; de estar siendo utilizado por aquello mismo que pretende combatir.


Vargas Llosa indaga en la trastienda del apasionante personaje para concluir, como Orson Welles en Ciudadano Kane, que el ser humano es un ente poliédrico y difuso, cuya esencia es imposible de aprehender por sus semejantes. Pero el autor abarca mucho más: una punzante denuncia del comportamiento aberrante y falaz de las potencias occidentales, carentes de escrúpulos en su explotación de los más débiles (el clásico El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, no es, viene a decirnos, una estampa pretérita; baste escrutar el latrocinio que hoy se alimenta en torno a las materias primas necesarias para la fabricación de teléfonos móviles); o asimismo una perturbadora reflexión sobre el peligro que subyace, latente, tras las aparentes bondades de un idealismo irreflexivo y desaforado.

  La documentación de que hace gala Vargas Llosa es exhaustiva… acaso en exceso. Su narración tiene el sesgo de una crónica periodística y ello va en detrimento de la poderosa expresividad del autor, que no está en modo alguno ausente, pero que se encuentra un tanto encorsetada por el aluvión ingente y abrumador de datos históricos. El resultado, conviene dejarlo muy claro, no carece en modo alguno de interés; tanto la seductora trama como el talento incontenible del autor lo hacen inviable. Sin embargo, y como decíamos al inicio, El sueño del celta, sin dejar de ser una novela mucho más que digna y de todo punto aconsejable, no se cuenta tal vez entre lo más granado del espléndido autor de La guerra del fin del mundo y Lituma en los Andes.


viernes, 1 de octubre de 2010

VIVIR DE LA MENTIRA

Uno de los tópicos más extendidos en torno a la figura de Steven Spielberg es el que le presenta como un simple maniático de los efectos especiales, cuyas películas se cimentan ante todo en el uso de las nuevas tecnologías aplicadas al cinematógrafo por encima de cualquier otro ingrediente. Atrápame si puedes (Catch Me If You Can, 2002) viene a desmentir con rotunda limpieza semejante dislate. Y no porque en su confección se desdeñe la utilización de técnicas sofisticadas, en consonancia con la posición y medios que el creador de E.T. disfruta desde hace ya varios lustros, sino por el transparente clasicismo de su formulación, de su puesta en escena, atenta en todo momento a la historia que narra y a los personajes que en ella habitan.

  Basada en una de esas historias reales cuya veracidad cuesta aceptar por lo inusual, Frank Abagnale, el protagonista de la trama, es un individuo capaz de hacerse pasar con asombrosa naturalidad por piloto de líneas comerciales, médico o abogado, además de malversar varios millones de dólares en cheques falsos. Detenido finalmente, y tras una estancia en prisión, el camaleónico Abagnale se convertiría más tarde en asesor del FBI en materia de fraudes, tarea que desempeñó durante dos décadas como un probo y eficiente funcionario. Su peripecia vital se plasmó en una autobiografía publicada en 1980 y de cierto éxito comercial, que habría de ser la base del guión firmado por Jeff Nathanson.

  Desde el arranque mismo del film, servido por unos títulos de crédito en la estela del gran Saul Bass, bajo un fondo musical con sabor jazzístico de John Williams, el espectador se sumerge en la América inocente y optimista de mediados de los sesenta. El retrato, sin embargo, no es del todo complaciente; la familia del protagonista, rota, se sustenta en buena medida en el engaño, y los roles sociales imperan de manera inflexible, como iremos descubriendo a medida que avance el metraje.

  No es difícil vislumbrar en el personaje central un trasunto del propio Spielberg. Es bien conocido el trauma que para el cineasta supuso la separación conyugal de sus progenitores, algo que contribuyó a gestar en su ánimo ese síndrome de Peter Pan que le ha perseguido durante gran parte de su vida. Abagnale Jr. intenta conjurar con sus estrambóticas argucias la desazón suscitada por el divorcio de sus padres. Y de un modo análogo al personaje interpretado con notable solvencia por Leonardo Di Caprio, Spielberg también soslaya en un extenso tramo de su obra (de forma más acusada en una primera etapa de la misma) lo más ingrato de la realidad que le rodea, con una permanente invocación al poder de la imaginación, atenuando los rasgos más ásperos a favor de un optimismo que, en ocasiones, roza lo infantil. 

  Esa visión un tanto edulcorada de la existencia encontrará su punto de inflexión en El imperio del sol (Empire of the Sun, 1987) y se verá definitivamente zanjada a partir de La lista de Schindler (Schindler´s List, 1993). Si bien en la ejecutoria de Steven Spielberg hay siempre un rescoldo para la esperanza, en su más reciente obra su mirada se tiñe de rasgos más sombríos, que por momentos se aproximan al nihilismo (A.I: Artificial Intelligence, 2001, o Munich, 2005).

  Las andanzas de Frank Abagnale parecen servir al cineasta a modo de reflejo especular de su propia trayectoria como creador. Tanto uno como otro logran seducir mediante su talento a una sociedad ávida de distracciones, fascinada hasta el extremo por un escapismo lujoso y banal; sin embargo, la realidad terminará por imponerse, y ambos tomarán conciencia de la misma en toda su extensión. En toda su crudeza. 

  Para ello resulta esencial atender al personaje del progenitor, que incorpora con inmenso oficio Christopher Walken. Sobre él pivota el relato. Para su hijo, se trata del cabeza de familia modélico, con un pasado exótico como combatiente en Europa, donde conquistó a la que sería su futura esposa. La estampa hogareña del inicio no puede ser más elocuente. Un cuadro doméstico con aroma a Norman Rockwell: árbol de Navidad refulgente, lámparas de tonos cálidos y madre y padre bailando amartelados una añeja melodía de Gershwin. El declive imparable de su referente –un idealista abducido por el sueño americano– supondrá para el joven Frank un hito decisivo. Su muerte, y el descubrimiento de que su madre ha formado una nueva familia, marcarán un antes y un después en la vida de Frank, en la que no por casualidad cobra creciente protagonismo la figura del agente Carl Hanratty ya no como el tenaz perseguidor que ha hecho de su captura una obsesión, sino como una suerte de protector; el padre adoptivo en que terminará erigiéndose.



  Con sus ingeniosos guiños a numerosos iconos de la época como Perry Mason, el doctor Kildare o el mismísimo James Bond, el film se despliega como un abanico de colores intensos y vivos. Las situaciones hilarantes se suceden una tras otra, el tono de comedia mantiene el ritmo preciso… Sin embargo, los personajes (no sólo Frank Abagnale Jr) destilan soledad, y el sesgo melodramático se deja sentir bajo el hechizo nostálgico de las imágenes, iluminadas con su habitual pericia por el polaco Janusz Kaminski. A la postre se trata de una obra sobre la madurez personal, y sobre el peso que la familia alberga en la conquista de esa madurez.

  Atrápame si puedes, sin duda una de las obras más personales de su autor, revela la extraordinaria ductilidad de éste y su capacidad para desenvolverse con maestría en ámbitos que algunos le creían vedados.


(Publicado originalmente en Cine Archivo, www.cinearchivo.com)

martes, 7 de septiembre de 2010

UN PERRO ANDALUZ


Uno de los más célebres films de todos los tiempos, “Un perro andaluz”, cumplía en fecha reciente 80 años. La Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales –denominación pomposa donde las haya– ha celebrado dicho aniversario con una exposición itinerante y la publicación de tres libros, acompañados de la versión restaurada de la obra de Luis Buñuel.

   Nadie que la haya visto puede olvidar sus imágenes. El plano del ojo seccionado por una cuchilla se ha convertido en paradigma del surrealismo. Con tan sólo 17 minutos de metraje, el proyecto gestado por el cineasta aragonés (con el concurso determinante de Salvador Dalí, pues la película nació de la confluencia de sendos sueños) marcó un antes y un después en la historia del arte. Tras su paso por la Residencia de Estudiantes, donde trabó amistad con el pintor de Figueras y con Federico García Lorca, Buñuel se trasladó a París, donde quedó hondamente fascinado por las posibilidades del cinematógrafo, arte emergente a través del cual podía canalizar su creatividad. El rodaje fue financiado gracias a la suma que su madre le proporcionó, y el estreno en una sala del Barrio Latino contó con la presencia de Pablo Picasso, Jean Cocteau o Le Corbusier, entre otros insignes de la época. Contra las previsiones, resultó un completo éxito.

   Ciertas fuentes sostienen que el enigmático título –en la cinta no aparece ningún perro ni motivo andaluz alguno– contiene una alusión insultante dirigida a Lorca. Buñuel negaría esto con rotundidad, pero el granadino concedió crédito a dicha especie y mostró su malestar. Sea como fuere, el film supuso un sonoro aldabonazo para el movimiento surrealista en su afán por remover las ataduras del subconsciente. Al subvertir las convenciones narrativas se pretendía dinamitar el orden burgués imperante, hostigar con saña toda forma de poder que pusiera trabas a la libertad del individuo.

   Las interpretaciones en torno al carácter simbólico de las imágenes no se harían esperar. Así, el piano de cola sería el emblema de la cultura burguesa declinante, los dos asnos en estado de putrefacción evocarían las fórmulas artísticas ancladas en el pasado, incapaces de renovarse. Todo esto son conjeturas, pues tanto Buñuel como Dalí negaron intencionalidad alguna en la confección del guión, culmen del onirismo en estado puro. Pero la controversia ya no tendría fin…

   Tantos años después, resulta arduo distinguir en nuestro entorno más cercano voces creadoras capaces de tamaño atrevimiento. El cineasta actual –sálvese quien pueda– vive más pendiente del montante de las subvenciones públicas que de pergeñar audacias artísticas de dudosa rentabilidad.

   Pero una vez existió Buñuel.



domingo, 8 de agosto de 2010

VIAJE AL FONDO DE LA LOCURA

El grueso de la crítica acogió con cierta displicencia Shutter Island, lo último hasta la fecha del gran Martin Scorsese. Tal vez porque arrastró mucha gente a las salas y con Infiltrados, tras varias tentativas, ya reposa un Oscar en sus vitrinas. La socorrida etiqueta de "un Scorsese menor" va a ser muy común de aquí en adelante, me temo.

A mí, por contra, me parece una de las mejores películas del autor de Taxi Driver en mucho tiempo. A años luz de trabajos como Gangs of New York o, sobre todo, El aviador, también protagonizados por Leonardo DiCaprio, su nuevo actor fetiche tras la fecunda etapa DeNiro, y en esta oportunidad bastante más solvente y creíble que en sus anteriores aportaciones.

Me gusta Shutter Island porque respira cine por los cuatro costados. No hay en ella un solo plano gratuito, de simple relleno. Está concebida y filmada con el cuidado y esmero propio de los buenos artesanos, de aquellos que aman su oficio. Uno de los reparos más extendidos venía a decir que se trata de una sucesión de clichés. Esto es completamente absurdo. Sería tanto como ensañarse con un western por aparecer demasiados tipos montados a caballo. Es evidente la pretensión de Scorsese de servirse de las claves más usuales del thriller y terror gótico, recreándose en ellas y haciendo disfrutar al espectador con su invocación. El guión escrito a partir de la novela de Dennis Lehane no pretende epatar con su desenlace, sorprendente sólo a medias. La trama no debe analizarse desde una literalidad que está fuera de lugar; es más bien una parábola, un pretexto para rastrear el abismo insondable de la locura, el caudal de terror y sufrimiento que se esconde tras ella. Al mismo tiempo, se trata como antes decía de un ejercicio de estilo, al gusto de su artífice. Algo que un maestro como Scorsese bien tiene ganado a estas alturas.

Con independencia de lo anterior subyace un hecho innegable. El cine de género, la literatura de género, no gozan del mismo prestigio que otras propuestas, supuestamente más elevadas. La crítica tiende a menospreciar las incursiones en esos terrenos de autores de renombre (el caso de Spielberg es paradigmático). Sin embargo, el público demuestra aquí mayor criterio que el común de los eruditos. Bienvenido sea.

martes, 27 de abril de 2010

EL ESTIGMA DEL PECADO

Es lugar común un tanto cansino hablar de John Ford como el mejor director de westerns de la historia del cine. Desde antiguo me ha producido cierta irritación ese tópico que, si bien como tal no carece de fundamento, soslaya de forma flagrante que la vasta filmografía de Ford cuenta asimismo con obras maestras tan irrefutables como, por citar sólo algunas, El hombre tranquilo, Qué verde era mi valle, Las uvas de la ira, La taberna del irlandés, El último hurra o, sin ir más lejos, El delator; todas ellas distantes del majestuoso marco natural del Monument Valley y parajes adyacentes.

Por diversos motivos –entre ellos, precisamente el no tratarse de un western, El delator, que deparó a Ford el primero de sus cuatro Oscar, se ha visto un tanto relegada por las huestes fordianas con el correr de los años. Para mí –como para Juan Antonio Bardem, quien me confesaba que su vocación para el cine nació tras su visionado–, sigue siendo una espléndida película, cuyos valores encuentro intemporales e imperecederos, como ocurre con los verdaderos clásicos. En ella se encuentra intacta la proverbial facilidad narrativa de Ford; su envidiable instinto para contar una historia aunando estilo y sencillez.

Con guión de Dudley Nichols a partir de la novela homónima de Liam O´Flaherty, El delator discurre en el Dublín convulso de comienzos del pasado siglo, en un lapso de tiempo exiguo (spoiler): las doce horas que separan el encuentro del gigantón Gypo Nolan (un Victor McLaglen inmenso en todos los sentidos) con su antiguo amigo Frankie McPhillip, activista del IRA al que delatará, y su muerte y redención tras confesar su culpa a la madre del propio Frankie en una secuencia final para las antologías. En el trayecto hasta alcanzar ese desenlace asistiremos a la recreación de una galería de personajes cuyo retrato de caracteres y tipos humanos no desmerece de Balzac.

El primero, naturalmente, el del propio Gypo Nolan; uno de los aspectos que encuentro más admirable en El delator estriba en el hecho de que, en contra de lo usual –esto es, que el rol principal esté reservado a un personaje dotado de rasgos (internos y/o externos) que propicien y favorezcan la identificación del espectador–, el protagonista de la trama es aquí un individuo espeso y tosco, de cortas luces y aspecto amenazador, que sin embargo no sólo no resulta repudiado por el respetable sino que, a pesar de ello y de lo execrable de su proceder, resulta plenamente entendido, ya que no exculpado o justificado. El perdedor de aureola romántica que tantas veces hemos visto en la pantalla grande está en las antípodas de Gypo Nolan. Este mérito, nada desdeñable, debe imputarse tanto al talento de Ford como a la espléndida y ardua labor del actor galés, capaz de infundir una amplia gama de matices a un personaje extremadamente complejo, justo por su aparente sencillez, por su simpleza congénita.

El trasfondo religioso, de impregnación católica, remite ya desde el mismo arranque a la figura bíblica de Judas. El pasquín en el que se detalla la recompensa por Frankie McPhillip (veinte libras en lugar de las consabidas treinta monedas de plata) es arrancado y arrojado al suelo por Gypo; pero unos segundos más tarde una súbita ráfaga de viento lo arrastra hasta enredarlo en los pies del protagonista, que ha de porfiar para desembarazarse de él. Gypo, como Judas, encarna un rol que le viene adjudicado por el destino.

Afloran en la puesta en escena resabios del cine mudo (sobreimpresiones, de modo muy destacado), cuna en la que se forjara el autor de El caballo de hierro; entrañables vestigios de una era extinta que, por lo general, tienden a alentar el tono fatalista del filme. (Spoiler) El magnífico desenlace antes aludido es filmado por Ford de manera tal que cabe conjeturar si se trata en realidad de una alucinación del protagonista, atormentado por el peso de su conciencia, que encuentra en el instante previo a la muerte el perdón y la paz. La carga simbólica y religiosa del relato cristaliza en el plano final, en el que Gypo interpela a la figura del Cristo crucificado: “Mírame, Frankie; tu madre me ha perdonado”.

El delator, como todas las que transcurren en su querida Irlanda, está entre las películas más sentidas de Ford; el manierismo expresionista y artificioso que se le achaca por algunos es más bien una muestra del cuidado puesto por el cineasta en la composición de cada encuadre. Un esmero forzado también –es justo decirlo– por la precariedad de medios. Ford hubo de rodar en un plató desvencijado, con decorados pintados sobre lona, lo que condicionó en buena medida el tratamiento fotográfico, pródigo en altos contrastes para eludir una mayor definición del irrisorio escenario.

A pesar de lo dicho, la acción fluye con la naturalidad proverbial en su cine. Con la cadencia precisa para registrar las emociones en estado puro. Esta hermosa película, como ocurre con las piezas maestras, obra el raro prodigio de cauterizar las heridas del alma.

lunes, 4 de enero de 2010

AVATAR

Me congratulo de que Avatar arrastre masas de espectadores a las salas. Lo contrario, siendo un cinéfilo incurable, sería un dislate. Pero personalmente no encuentro en el nuevo hit de Cameron demasiados motivos de disfrute. Aprecio el arranque, los primeros cuarenta o cuarenta y cinco minutos, pletóricos de tensión y de algo de lo que carece el resto de la cinta: concisión, claridad expositiva. La presentación de ese ex marine confinado a una silla de ruedas y a quien proponen una misión un tanto peculiar me atrapa en la butaca; hay un instante espléndido cuando el avatar recién nacido se escabulle aparatosamente de la vigilancia de los científicos para explorar las inauditas posibilidades de su flamante condición física, ya libre de las limitaciones del ser primigenio.

De igual modo, la llegada a Pandora concita el magnetismo necesario, y la primera noche del intruso en una jungla opaca y hostil mantiene el nivel; pero a partir de ahí la trama del film se diluye en una torpe mezcolanza de -ya se ha dicho- Bailando con lobos y Pocahontas, con insertos de un ecologismo primario y un tanto pueril. El villano es tan tópico como maniqueo (lo que ya ocurría en Titanic, con un infumable Billy Zane corriendo como un poseso tras la Winslet en pleno naufragio), y la parafernalia bélica del desenlace se dilata hasta la saturación y el hartazgo.

Con Avatar se confirma cuanto pensábamos de James Cameron. Se trata de un buen, incluso notable director, y un mediocre guionista. Creo que yerran -y mucho- quienes le comparan con gigantes como Kubrick o Spielberg. Parece que eso de alejarse del mundanal ruido durante una década es sinónimo para algunos de ser un genio, o algo parecido. En la obra de Cameron la técnica -o para ser más precisos, la tecnología- cobra tal grado de protagonismo que la historia, los personajes, pasan a un segundo plano y se ven anegados por una mole informe de efectos especiales. La fascinación que desprenden las imágenes, elaboradas hasta el extremo, equivale a un castillo de fuegos artificiales detrás del cual sólo queda el olor a pólvora quemada. Y más bien poco cine.