martes, 11 de enero de 2011

EL PADRINO II

Desafiando todos los pronósticos, un joven y para algunos “imberbe” Francis Ford Coppola hizo de El Padrino (The Godfather, 1972) un rotundo éxito, refrendado tanto en la taquilla como en un sinfín de galardones, incluido el codiciado Oscar a la Mejor Película del año. Los prebostes de la Paramount vieron con entusiasmo que su atrevida apuesta, cuestionada por ellos incluso durante el mismo rodaje, se saldaba finalmente con un triunfo sin paliativos. 

  El principal artífice de ese logro no tardaría en sumergirse en la escritura del guión de El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1974), y sobre todo en la plasmación de un proyecto muy querido, muy personal: La conversación (The Conversation, 1974). Harry Caul, su protagonista, encarnado por un excelente Gene Hackman, bien podría ser uno de esos esbirros de los Corleone. Un eficaz peón que intenta rebelarse contra su cometido. 

  Para la secuela de la adaptación del libro de Mario Puzo, Coppola dispuso al fin de los medios que antaño había ambicionado. El presupuesto se duplicaría, hasta alcanzar los once millones de dólares. Huyendo de las convenciones al uso, el film que hoy conocemos como un clásico parte de un planteamiento tan osado como magistral: el de mostrar al espectador no sólo el reinado del nuevo Padrino, Michael Corleone, sino también, y en paralelo, los humildes orígenes de su progenitor, incorporado por un Robert De Niro que hace suyos, con asombrosa propiedad, los gestos y maneras de su antecesor en el personaje, Marlon Brando. 

  Una de las claves esenciales de la saga de los Corleone estriba en el peso del rito, de la liturgia. El mundo de la mafia reposa sobre un sólido entramado de tradiciones y ceremonias, cuya estricta formulación requiere una observancia de obligado cumplimiento. Para el profano, ese universo de convenciones resulta fascinante, por cuanto, a la sazón, se despliega en torno a una espiral de actos delictivos, de infracciones a la ley establecida por los poderes al uso. De ese contraste emana un atractivo inefable, que lleva a cuestionarse si el crimen no es asimismo una mera cuestión de códigos; una piedra angular del sistema, sujeta igualmente a una reglamentación exhaustiva y metódica. 

  Por si en la primera entrega no quedaba suficientemente claro, el eje sobre el que gira el majestuoso fresco pergeñado por Coppola no es otro que el personaje de Michael Corleone. Distante en un primer momento de los turbios manejos de la familia, las circunstancias, el azar, le empujarán a suceder a su progenitor; y lo hará a la postre con la fe propia de los conversos, como un ejecutor implacable y acérrimo del rol que el destino le ha asignado.


  En el descenso a los infiernos de Michael Corleone, Coppola parece recrear una cierta degradación moral, que es el reflejo asimismo de una evolución social. Mientras Vito Andolini, natural de Corleone, es alguien cuya vinculación con el crimen tiene –con todo lo aberrante que dicha reflexión comporte– un sustrato ancestral, acorde con unas exigencias que imponen la existencia de reglas, de normas, en el itinerario de Michael por el contrario la aplicación de dichos preceptos se exacerba hasta convertirse en el reflejo de una patología. La amoralidad de la sociedad americana, viene a decirnos el artífice de Apocalypse Now en la segunda entrega de la saga, deviene un proceso tan brutal como inexorable. “Los tiempos cambian”, sentencia el vástago de Vito en un revelador diálogo con su madre viuda.

  A la postre, esa degradación se traduce en lo siguiente: las pautas y códigos que rigen la Familia, en cuanto entramado criminal, delictivo, acabarán por imponerse a los de la propia familia, al conjunto de individuos unidos por lazos de sangre, que estaba en el origen de todo.


  El asesinato de Fredo, dictado por su propio hermano, supone el punto culminante de ese proceso de degeneración del personaje de Michael. Como cierre resulta ejemplar, soberbio en su concepción y en su puesta en escena; y ahí estriba muy probablemente –sin perjuicio del debido respeto a opiniones discrepantes– el primer y más serio escollo al que ha de hacer frente la posterior entrega, El Padrino III. Sin menoscabo de virtudes concretas, que las atesora, se antoja un film innecesario, redundante, lastrado justamente por el demoledor y redondo desenlace de su antecesor, que no da opción alguna en su acrisolada brillantez.

  Probablemente la mejor secuela de la historia del cine, El Padrino II ahonda en las virtudes de su predecesora y las lleva aún más lejos, en un tour de force deslumbrante. Si la primera era una obra asombrosa en la precisión con que recogía un entramado humano de marcados contrastes y aristas, Coppola –con el concurso inestimable del escritor Mario Puzo– logra superarse a sí mismo plasmando un fresco de proporciones aún mayores. Es la propia historia de Estados Unidos, en una etapa crucial de su singladura, la que se trasluce en las imágenes fotografiadas por el maestro de la luz cenital, el añorado Gordon Willis.

  El desolado vals de Nino Rota sirve de enlace entre uno y otro tiempo: entre los orígenes precarios de Vito, que ha de labrarse su presente y su futuro en un lugar extraño, muy distante del entorno rural de Corleone (así como del sueño americano, tan pregonado), y los días cargados de furia de su nieto Michael: un contexto igualmente feroz, en un marco de oropeles y lujo.


  Una de las claves de la cinta –y de la saga por extensión– estriba en el fascinante contraste entre la suavidad de las formas y la truculencia inmisericorde que subyace bajo ellas. En esa disonancia extrema Coppola esboza toda una visión del mundo, de la complejidad de la naturaleza humana. La hipocresía llevada al culmen, el imperio de las apariencias. La ternura da paso a la crueldad más refinada sin solución de continuidad. En una secuencia del primer tercio de la cinta, Michael Corleone arropa a su hijo en su lecho y le acaricia, cariñoso. Le inquiere por su fiesta de cumpleaños, por los regalos que le han hecho. Su primogénito le contesta que sí, que todos le gustaron mucho, aunque añade: “pero eran de personas a las que no conocía…”. A continuación es el hijo quien pregunta: “¿Estaremos juntos mañana?” Ante la negativa, indaga: “¿Por qué, por qué no estarás conmigo?” El rostro de Pacino se ensombrece, lúcido: “Por negocios, hijo mío”…

  Hay un aspecto que resulta singularmente digno de encomio, y es la extraordinaria y al mismo tiempo comedida ambientación. El director sabe invocar las diferentes épocas en que transcurre la acción con el impagable respaldo del director artístico, Dean Tavoularis, pero no se recrea en exceso en la suerte; no alardea del arsenal de medios con que cuenta –mucho más holgados, como ya ha sido apuntado, tras el apabullante éxito comercial y crítico del título anterior–, tentación en la que habrían incurrido de manera estrepitosa no pocos realizadores. Coppola muestra la fisonomía del Little Italy de los años veinte con absoluta fidelidad, en contados instantes de abierta magnificencia (un soberbio travelling que se queda prendido en la retina del espectador), pero es un recurso obligado, forzado por la naturaleza simbólica y paradigmática de la peripecia vital del joven Vito.


  Melancólica y densa, El Padrino II destila una profunda amargura: la de los ideales frustrados; la de la imposibilidad de eludir el propio destino. La vida de Michael –¿como la de todos?– está marcada y condicionada por su pertenencia a una determinada familia, algo contra lo que intentará rebelarse sin éxito. Tras la secuencia en el lago Tahoe, en que se produce la “eliminación” de Fredo, el hermano mayor (Caín, duro y poderoso, mata a Abel, débil, ingenuo), Coppola inserta una estampa familiar, evocada por el protagonista, que retoma los días del pasado: en ella buena parte de la familia aguarda en torno a una mesa la llegada del patriarca –es su cumpleaños–, entre bromas y chanzas. En un determinado momento, al hilo de la conversación, Michael confiesa que se ha alistado en el Ejército, para combatir en el frente. La revelación provoca la ira de su hermano Sonny (James Caan), quien le zarandea e increpa y le echa en cara los planes de futuro que el progenitor ha forjado para él. Tom Hagen (Robert Duvall) le secunda, y Michael sólo encontrará el respaldo de… Fredo, que le extiende su mano de uno a otro lado de la mesa (Coppola tiene el rasgo de gran cineasta de no enfatizar ese dato mediante un primer plano… pero el gesto ahí está). Después, todos se levantan para acudir al encuentro de Vito, fuera de plano, y Michael se queda completamente solo, en una estancia antes abarrotada y ahora vacía…

  El destino gobierna con mano férrea la vida de los hombres. La amargura de Michael Corleone es la transfiguración de la imposibilidad del ser humano para escapar a su sino.

(Publicado originalmente en Cine Archivo, www.cinearchivo.com)

8 comentarios:

Liou Duvinini dijo...

Interesante...

Anónimo dijo...

Estupenda reseña Javier. Tienes razón, las dos primeras películas del padrino son obras maestras que se complementan. Tú reseña invita verlas nuevamente. Gozaré toda una tarde de El Padrino.

Alberto Díaz-Villaseñor dijo...

Genial.

Javier Márquez Sánchez dijo...

Obra maestra, sin duda, a la que has dado un repaso excelente. Es muy difícil añadir nueva luz sobre esta película, y sin embargo lo consigues. Enhorabuena.

JAVIER ORTEGA dijo...

Liou, Flavio, Alberto, Antonio y mi tocayo Javier: me alegra mucho que os gustara la reseña y agradezco encarecidamente vuestros comentarios. Tienes razón, Javier, es una película sobre la que se ha escrito mucho, pero como ocurre con las obras maestras cada visionado revela aspectos que anteriormente habían pasado desapercibidos y, de algún modo, siempre hay algo nuevo que decir.
Un fuerte abrazo.

Vivianne dijo...

Es uno de los mejores films que he visto en mi vida, creo que siempre tiene algo nuevo que se descubre y que alimenta la intriga de dar con el clavo, muy bueno tu blog y tus reseñas son magistrales, saludos desde Chile!!

Patri dijo...

Con El Padrino me pasa que no puedo decidir cual de la saga me gusta más. Las veo una y otra vez y hasta la que dicen es la más floja - la tercera parte - me entusiasma. Creo que aparte del buen guión y la magistral dirección de Coppola, los actores se llevan todos la palma. James Caan está enorme y Robert Duvall correcto como su personaje. Que decir del trio Brando, Pacino, De Niro - lo dicen todo con la mirada. Gracias y un saludo, Patri
http://billieyelcine.blogspot.com/

ANTONIO NAHUD dijo...

Muy bueno post. Me gusta El Padrinho.
Saludos de uno amante del cine!

O Falcão Maltês