domingo, 26 de febrero de 2012

WAR HORSE. GENUINO CINE CLÁSICO

Resulta harto curioso visionar War Horse, lo más reciente de Spielberg, cuando aún se tiene fresca en la memoria The Artist, la película llamada este año a acaparar todos los premios del orbe bajo el axioma de que supone una vuelta a los orígenes del cine, con su pureza y su magia originales. A la espera de ver ese Hugo de Scorsese -que promete mucho, a qué dudarlo-, la obra de Spielberg alberga las mejores esencias del cine de los grandes maestros, de un cine clásico e inmortal, que la muy simpática y estimable cinta de Hazanavicius apenas alcanza a invocar salvo en su mera superficie.

Un cine, sí, de otro tiempo. Se ha dicho con intención despectiva. Para mí no cabe mayor elogio. Un cine que bebe del manantial siempre inagotable del mejor John Ford, de David Lean o William Wyler. Desde luego, así es en el plano formal. Pero también, en cierta medida, en el temático, a un nivel más profundo.


Porque, por encima de otras consideraciones, War Horse revela de modo paradigmático y diáfano el cambio radical acaecido no ya en el cine de las últimas décadas, sino en la propia sociedad contemporánea. Las acusaciones de ñoñez o cursilería pregonadas a partir de su estreno suponen algo más que una discrepancia; son el reflejo de un mundo cínico y desencantado, en el que la expresión de los sentimientos (o cuanto menos, de ciertos sentimientos) está proscrita, resulta políticamente incorrecta.

Baste revisar algunos de los filmes más celebrados y emblemáticos del cine reciente. Pulp Fiction, verbigracia; título de culto donde los haya. Los "héroes" de Tarantino, cineasta por otra parte muy talentoso, son sicarios a sueldo de un capo de la droga, que se enriquece merced al tráfico de estupefacientes. En Reservoir Dogs, otro tanto. Un grupo de profesionales del crimen contratados por un turbio cabecilla. Torturas, mutilaciones. Un síntoma elocuente del cambio de valores en el estamento cultural. No cabe escandalizarse de todo ello; se acepta como algo normal en un entorno marcado por la corrupción a todos los niveles, donde la entrega generosa a los demás, el sacrificio por el semejante, devienen paulatinamente en algo insólito. Es un hecho: los buenos sentimientos tienen hoy mala prensa.

Si uno atiende al modo en que Spielberg filma las secuencias más susceptibles de incurrir en el exceso lacrimógeno, se dará cuenta de que, en contra del lugar común proclamado por pura emulación (vulgo, borreguismo), el autor de Minority Report se muestra contenido y sobrio. Spoiler en adelante: véase el desenlace, con ese reencuentro entre padre e hijo -las relaciones paternofiliales, una constante en su obra-, en el que en lugar de avasallar al espectador mediante primeros planos de rostros bañados en lágrimas (la opción fácil de tantos realizadores), Spielberg opta por un apretón de manos y un plano medio, casi pudoroso, que sin embargo encierra toda la grandeza del momento y llega al ánimo del espectador con hondura. Es solo un ejemplo, pero hay bastantes más.


Y es que, como intenté razonar en mi Spielberg, el hacedor de sueños (Berenice, 2006), en torno a este descomunal narrador abundan los tópicos, tan arraigados algunos que, si bien han menguado parcialmente con el correr de los años, aún persisten en el imaginario de un amplio sector de la crítica "posmoderna", tan osada en sus juicios como miope ante la excelencia.

Una de los más socorridos es el que alude a una supuesta "blandura". Se antoja tarea complicada recordar momentos más crudos en el cine moderno que la estremecedora secuencia del desembarco de Normandía con la que arranca Salvar al soldado Ryan; otro tanto cabe decir de muchos de los momentos protagonizados por el oficial nazi Amon Goeth, interpretado por Ralph Fiennes en La lista de Schindler. La muerte de Quint en Tiburón o la Feria de la Carne en AI (Inteligencia Artificial) tampoco se quedan a la zaga.

Pero en la misma War Horse, que no deja de ser a la postre sino la adaptación sin complejos de un clásico reciente de la literatura infantil anglosajona, asistimos al fusilamiento sumario de dos críos que acaban de desertar. Eso sí, con una puesta en escena en la que, como los grandes, Spielberg utiliza con maestría y sentido dramático recursos visuales, en este caso las aspas de un molino. Después asistiremos al terror en las trincheras del Somme, a la irrupción del devastador gas mostaza...


¿Complejidad emocional? Como Ford, es capaz de insinuar el trasfondo de un personaje con un par de pinceladas sutiles. Se ha dicho que el caballo es el protagonista de la película. Es un símbolo, desde luego, del alegato antibelicista que subyace en el film. Pero no lo son menos los numerosos personajes que habitan la trama. Mención expresa para el encarnado magistralmente, sin asomo de sobreactuación o histrionismo, por Peter Mullan. Dos trazos le bastan al cineasta para hacernos partícipes del drama interior del personaje.

Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo, La gran prueba... son títulos que vienen a la memoria mientras se saborea este aluvión de gran cine, de cine en estado puro. Tal vez no esté a la altura de los citados, no nacen clásicos así todos los días. Pero con sus (cuestionables) limitaciones y excesos, War Horse es un sentido canto al arte de contar historias, cualquier historia, mediante imágenes.


martes, 7 de febrero de 2012

THE ARTIST


Para los que hemos glosado desde antiguo las maravillas casi secretas, o cuanto menos olvidadas, que encierra el cine silente, "The Artist" podría suponer una suerte de desagravio. Lo es, sin duda alguna, aunque no por ello ha de ser oro todo lo que reluce. Ni siquiera un purista como yo debe caer en la trampa: si una película no es peor ni desdeñable por el hecho de ser muda y/o en blanco y negro, tampoco eso la hace necesariamente mejor. Conviene no confundir los términos. A la postre, la calidad no depende del lenguaje empleado, sino del uso que se haga del mismo.

En síntesis, se trata de la enésima demostración de la eficacia incontestable del sustrato dramático de "Ha nacido una estrella" (tómese la versión que se prefiera). Esto es, la decadencia inexorable de la gran estrella y el ascenso paralelo de la joven promesa. El guión de Hazanavicius no se aparta un ápice de ese arquetipo, y en ese sentido se muestra escasamente original en su formulación, jugando con referentes asimismo míticos como "Cantando bajo la lluvia" o "El crepúsculo de los dioses", que invocan sin recato la complicidad del espectador cinéfilo (y se aprovechan del desconocimiento del que no lo es tanto).

Mucho más inspirado se muestra en líneas generales el también director, logrando soluciones visuales de encomiable belleza, como ese plano general de la escalera en la que confluyen los protagonistas, o la secuencia en que la admiradora se adentra en el camerino de su ídolo y fantasea con el cortejo de éste. La partitura de Ludovic Bource puntúa la trama y refuerza la fascinación de una hermosa fotografía en blanco y negro, sirviéndose a la sazón del tema de amor que Bernard Herrmann escribió para "Vértigo"; momento en el que se constata la diferencia de nivel entre ambos compositores. Con todo, es el suyo un trabajo más que estimable, como lo es en su conjunto toda la película, filmada con exquisito mimo (con meritorias interpretaciones de Jean Dujardin y Bérénice Bejo), y que deja en el ánimo del espectador un estimulante recuerdo y una saludable nostalgia por una era ya pasada, en la que el cine hacía honor a la esencia de su arte: la imagen.