domingo, 4 de septiembre de 2011

EL PLANETA DE LOS HOMBRES


Antes de ver la precuela ahora en cartel (menudo palabro por cierto, aún no reconocido por la RAE), me di el gusto de revisar el clásico original de 1968, dirigido por un Franklin J. Schaffner al que casi nadie valora, extrañamente, en su justa medida. No es mi caso. Schaffner filmó, además de la citada, Patton (memorable George C. Scott), Papillón (muy digna adaptación del best seller de Henri Charriere), Los niños del Brasil (con uno de los escasos roles de villano del gran Gregory Peck, como el pérfido nazi Josef Mengele) y una historia medieval intensa y bien armada que no obtuvo el merecido reconocimiento: El señor de la guerra

Como esta última, El planeta de los simios tiene al frente del reparto a Charlton Heston, aquí pasando penalidades sin cuento, convertido en una suerte de Tarzán sin apenas taparrabos, inmerso en una extraña pesadilla por la cual el planeta al que su nave espacial ha ido a amerizar está en manos de los simios, en tanto el ser humano semeja un pálido reflejo de sí mismo y ha devenido en criatura inferior, sumisa.

Entre las virtudes de la cinta de Schaffner se cuenta la alteración de algunos de los postulados sobre los que se asentaba la novela homónima de Pierre Boulle (sí, el mismo que firmó otro título célebre, El puente sobre el río Kwai). Pero no es para menos cuando se atiende a la nómina de guionistas que gestaron el proyecto: estaba ahí Rod Serling, el artífice de The Twilight Zone, y sobre todo Michael Wilson, uno de los damnificados por la caza de brujas desatada por el senador McCarthy. Wilson figuró durante años en la ominosa lista negra de Hollywood, lo que le acarreó ser relegado al ostracismo, comprobando cómo sólo unos pocos se aventuraban a contar con sus servicios, y en todo caso bajo la infamante pena de ser proscrito de los créditos o de verse obligado a utilizar un seudónimo.

Mucho de lo padecido durante esa sangrante experiencia lo volcaría Wilson en la película de Schaffner, que ciertamente no podía haberse estrenado en un año más adecuado por lo emblemático. Si bien el film funciona a las mil maravillas como relato de aventuras, con concesiones a un humor sarcástico e incisivo que a menudo suscita la sonrisa, la trama no deja de ser una excusa propiciatoria para esbozar un acerado retrato de la diferencia entre clases, así como de los prejuicios raciales; cuestiones tan en boga en la América de aquellos días, y vigentes en no escasa medida en nuestro paisaje actual. Junto a ello, un disparo al corazón de las tradiciones, con expresa invocación al conflicto atávico entre ciencia y religión.

La ciencia ficción ha sido desde sus orígenes un vehículo idóneo para ilustrar con mayor propiedad las anomalías y lacras de la sociedad. Y El planeta de los simios hace honor a esa cualidad. Así, chimpancés, gorilas y orangutanes tienen bien definidas sus distintas competencias y áreas de influencia: los primeros desarrollan funciones intelectuales, "académicas", en tanto los segundos son los encargados de velar por el orden y la defensa. A los terceros se les reserva el cetro de un poder ancestral, que tiene tanto de jurídico como de sagrado y religioso. Son los guardianes de la fe, los sumos sacerdotes.

Cada uno de esos estratos se abstiene de relacionarse con los otros dos más allá de lo estrictamente necesario (en fenómeno digno de estudio, al parecer los propios actores y extras, provistos del arsenal de maquillaje que les transmutaba en monos, repetían durante los descansos del rodaje ese mismo comportamiento de modo natural y espontáneo, sin explicación aparente).

En una impagable secuencia, la del juicio al astronauta Taylor, el sutil guionista que era Wilson lleva a cabo su particular ajuste de cuentas con quienes le vetaron y postergaron de modo ruin. El tribunal conformado por orangutanes interroga despótico a un Heston aturdido, anonadado por lo que le rodea. Ante el acoso, la doctora Zira (chimpancé, of course) protesta airadamente. El presidente del tribunal desdeña la propuesta aduciendo que el acusado es un ser humano y, por tanto, carente de derechos. Zira y su prometido Cornelius (chimpancé, of course) tienen fácil la réplica: si el procesado carece de derechos, si es inimputable... ¿de qué rayos se le acusa? ¿De qué cabe acusarle? 
El absurdo, el sinsentido de la América inquisitorial de aquellos años aflora en esa bofetada sin manos al abyecto McCarthy y su corte de lacayos.